
Ahora que el clima es propicio para leer mucho, o para escribir, o para leer y escribir o simplemente para vivir; ando leyendo el nuevo número de la revista Crítica, cuya imagen ha quedado muy ad hoc con la ambientación de este blog. Ahí he encontrado un cuento titulado Blanco de Gabriel Wolfson, que narra la vida de un novelista muy mexicano y, lo mejor, "de pueblo". Yo querría ser uno de esos escritores dueños de un videoclub que me dejara las ganancias suficientes para sentarme frente a la computadora y escribir las grandes novelas que irían a parar, bellamente engargoladas, al librero de los inéditos. El relato de Wolfson me ha hecho recordar un cuento de Daniel Espartaco que leí hace un par de años, también por esa tónica del escritor antihéroe y, sobre todo, desenfadadamente antimetaliterario -qué bonito trabalenguas. En su cuento Homenaje, Espartaco relata buena parte de las obsesiones de un escritor maduro que es homenajeado contra su voluntad en su ciudad -vamos a decir en su pueblo- natal, rodeado del ambiente de la burocracia cultural.
Volviendo a Blanco de Wolfson, el novelista, todo un arquetipo del escritor mexicano actual -pensemos en uno no tan encumbrado y más bien joven- nos lleva, también con sus obsesiones y sus malestares propios de la vocación, a una experiencia que, en todos los finales de cuento o de la vida es mejor que todos los premios literarios: la posibilidad de la escritura.
Hace unas semanas leí La hierba roja de Boris Vian y encontré algunas coincidencias con temas que me han estado rondando últimamente. Estoy sospechando ahora, pero no quiero especular demasiado, que monsieur Vian ha sido un maestro importante de Cortázar, pero claro, si todos han sido maestros de todos, y yo no sé de qué trata la vida. Pero es como el dólar: un día sube, al otro baja; o como la vida: un día estamos, al otro ya no (véase el filme chileno Cachimba).