marzo 20, 2011

Juicios y prejuicios

Dejo algunos de los Juicios y prejuicios de H. L. Mencken, que con versiones de Yussel Dardón, publica la revista Crítica en su número 142 (marzo-abril, 2011).


1

Al comprobar que la rosa huele mejor que la col, el idealista supone que también hará una sopa más sabrosa.


3

Cuando alguien señala que el cuatro es el doble de dos, el metafísico pregunta qué entendemos por doble, por dos, por tres y por cuatro. A cambio de semejantes preguntas, los metafísicos viven en las universidades con lujo asiático y se los respeta como hombres cultos e inteligentes.


5

En la historia de la humanidad no se encuentra el antecedente de un filósofo feliz, sólo existe en la leyenda romántica. Muchos filósofos se suicidaron, otros expulsaron del hogar a sus hijos y golpearon a sus esposas. Y esto no debe sorprendernos. Si quieren descubrir que siente un filósofo mientras practica su profesión, vayan al zoológico más cercano y observen a un simio consagrado a la tediosa e inútil tarea de quitarse las pulgas. Ambos sufren de forma horrible y ninguno de ellos puede triunfar.


6

El progreso es la evolución gracias a la cual la raza humana se está librando del vello facial, la cola y de Dios.


11

El hereje cumple una función demostrativa cuando revela, con su blasfemia, que éste o aquel ídolo es vulnerable. Quienes más hicieron por la liberación del intelecto humano fueron aquellos cínicos que arrojaron gatos muertos en los santuarios y luego festejaron en los caminos, demostrando a todos los hombres que el escepticismo, al fin y al cabo, no entraña riesgos, que el dios montado sobre el altar es un fraude. Una carcajada vale por diez mil silogismos.


12

Vive de manera que puedas sostener la mirada de cualquiera para mandarlo al diablo.


13

Siendo optimistas, el hombre es un animal incompleto e imperfecto en el sentido en que, por decirlo de algún modo, la cucaracha lo es, pues cuando posee una cualidad valiosa por lo regular carece de otra. Denle cerebro y le faltará corazón, otórguenle un corazón con capacidad para bombear cuatro litros de sangre y su cabeza acaso contendrá medio litro. El 90 por ciento de las veces el artista es un mentiroso capaz de conquistar a las vírgenes. El patriota es un fanático intolerante y, la mayoría de las veces, un presumido y un cobarde. Con frecuencia el hobre con fuerza física está, desde el punto de vista intelectual, a la altura de un sacerdote. El gigante intelectual carece de valor y es incapaz de ensartar una aguja.


14

Una de las hipótesis favoritas de los monjes puritanos que se especializan en pornografía, es que si se reprime el instinto sexual, éste puede “sublimarse”, como dicen ellos, asumiendo la forma de idealismo estético. Esta hipótesis aparece en todos sus libros y sobre ella se asienta la teoría de que si una inmensa legión de espías, soplones y guardianes impusiera en conjunto la castidad, la República se convertiría en una comuna de estetas morales. Claro, no son más que mentiras farisaicas. Si la hipótesis fuera cierta, todos los grandes artistas habrían salido de las filas de solteronas y solterones; pero, como todo el mundo sabe, la verdad es que los artistas notables jamás son puritanos y pocas veces son respetables, en el sentido vulgar de la palabra. Ningún hombre moral ha pintado jamás un cuadro que merezca ser contemplado, o compuesto una sinfonía que merezca ser escuchada, o escrito un libro que merezca ser leído.


16

Si los autores trabajaran en fábricas como las costureras o los tabacaleros, con gente al rededor y entretenidos por una tormenta de chismes, su labor sería muchísimo más liviana. Pero es vital para su arte que practiquen sus aburridas y tediosas maniobras a capella, y por consecuencia la soledad se suma a la limitación de juicio y a otras enfermedades profesionales. Un autor en actividad se encuentra de manera continua y de manera inevitable en presencia de sí mismo. Nada puede distraerlo y calmarlo. Cada vez que un remordimiento lo ataca, el autor queda tomado por la oreja, y cada vez que una idea casual baja por su pierna, el dolor lo sacude como la mordida de un tigre. Todavía no he encontrado a un autor que no sea hipocondríaco. Con la única excepción de los médicos, que viven enfermos y temiendo a la muerte, los escritores son quizá los consumidores más frecuentes de pastillas que hay en el mundo. Podría decir que no recuerdo a ninguno, entre los que conozco en persona, que no viva atiborrándose de medicamentos.
     Resulta obvio que no hay, ni siquiera entre la intelligentzia, otros hombres aquejados por tormentos similares. Si al juez de turno le zumban los oídos, puede desempeñar sus funciones tan bien como si sólo oyera la labia de los abogados. Un dolor de estómago no inutiliza al sacerdote que ejecuta su engaño: lo que dice ya ha sido dicho antes por otros y sólo los cínicos lo contradicen. Y la capacidad del cirujano que ejerce su arte no se interrumpe cuando lo asalta la extravagante idea de que la enfermera es más valiosa que su mujer. Pero desafío a quien sea a escribir un buen soneto mientras le zumban los oídos, que redacte una crítica coherente mientras le duela el estómago, o que construya una escena de amor valiosa con la cabeza llena de fantasías eróticas personales. Éstas son dificultades sin salvación. Y el pobre escritor tropieza con ellas, y otras de su especie, cada vez que entra en su estudio y se frota las manos. Apenas cierra la puerta, mantiene con su cuerpo y mente una batalla deprimente y perdida de antemano.
     ¿Por qué entonces, hombres y mujeres con sentido común, se consagran a este oficio tan agotador? Recordemos, en efecto, que hay autores con cierta inteligencia, así como hay políticos, e incluso obispos, relativamente honestos. ¿Qué es lo que los aleja de cambiar la escritura por labores menos dañinas y, a juicio de sus semejantes, menos respetables? Pienso que una explicación consiste en que el escritor, como cualquier otro de los “artistas”, es un sujeto en el que la vanidad normal de todos los hombres se ha hipertrofiado hasta el extremo de que ya no puede controlarla. El impulso irresistible que lo motiva es el de revolotear en torno a sus colegas, aleteando y gritando para retarlos. Debido a que las autoridades de todos los países civilizados prohíben estas demostraciones de vanidad, el escritor se desahoga transportando sus alaridos al papel. A esto se le llama “autoexpresión”.
     Claro, en testimonios, los escritores siempre narran este impulso como algo más “delicado” y “noble”, argumentando que los conduce el deseo y necesidad de difundir las “ideas” y “salvar al mundo”, o manifiestan que lo que los impulsa es la “pasión por la belleza”. Basta leer un poco para comprender que en nueve de cada diez autores escritores haya tan poca belleza y tan pocos indicios de sensibilidad por la belleza, como en la decoración de un centro nocturno. En verdad, es bastante extraño encontrar en un escritor el anhelo de crear belleza, y es casi imposible encontrarlo en los más jóvenes; si en alguna medida ésta se insinúa, parece ser una idea de último momento. El deseo de ganar dinero tiene más prioridad y a éste sigue el de hacerse notar. El anhelo de alcanzar lo bello marcha en otra dirección. Los literatos —como clase— son insensibles a la belleza, y esto se refleja en su habitual desconocimiento de las otras artes. Me costaría trabajo encontrar seis novelistas o seis poetas capaces de explicar la diferencia entre una catedral gótica y una estación de servicio de la Standard Oil.
     La cosa va mucho más lejos. Según mi experiencia la mayoría de los novelistas no sabe nada de poesía y muy pocos poetas perciben los encantos de la prosa. En cuanto a los dramaturgos, la mayoría es ajena a la existencia de la narrativa y la poesía. Me apena revelar estos datos tan molestos e incómodos, pero si lo honorable fuera ocultarlos, atribúyase mi actuar a la pasión científica. Hoy, esta pasión me tiene tomado por la oreja.

marzo 08, 2011

Un hombre que duerme

Sobre este libro magnífico e inquietante de Georges Perec, supuesta cumbre de la «Literatura Bartleby», aparece en Revista de Letras una crítica de Joan Flores Constans. Aquí un fragmento:
Empezar a leer un libro de Georges Perec tiene algo de inmersión; en las gélidas aguas de fondo invisible de un lago glaciar, rodeado de amenazantes cumbres nevadas, de El secuestro (La Disparition, 1969); en las cálidas aguas de un tibio mar sin límites, cuyas olas amables mecen al lector haciéndole perder la noción del tiempo de La vida, instrucciones de uso (La Vie mode d’emploi, 1978); o, como en el caso de este Un hombre que duerme (Un homme qui dort, 1967), un dejarse absorber por el ineluctable abrazo de las arenas movedizas de fondo incierto.