enero 26, 2011

Ochenta años después

Tres fragmentos del Prólogo al Índice de la nueva poesía americana, publicado originalmente en Buenos Aires, en 1926 y reeditado en Lima, en 2007 por la librería anticuaria Sur, perteneciente a El Virrey, cuya reciente crisis seguramente ensanchará la leyenda negra de ésta y otras antologías. La nueva edición incluye un prólogo de Mirko Lauer y un colofón de Mario Montalbetti.


I

Dejo aquí asesinadas las distancias.
     Se puede ir ahora en pocos minutos desde la esquina de Esmeralda y Corrientes, en Buenos Aires, hasta la calle de la Magnolia, en México.
     Pero no se crea que esto es una contribución al acercamiento de los países cuya explotación perdió España hace ya sus añitos. Tengo premura en declarar que el hispanoamericanismo me repugna. Eso es una cosa falsa, utópica y mendaz convertida, como no podía ser de otro modo, en una profesión idéntica a otra cualquiera. Se es hispanoamericanista como médico o comerciante. No conozco uno solo de tales parásitosque ejerza su oficio con desinterés, o así fuera solo con disimulo.

Alberto HIDALGO


II

No hay ruta exclusiva, ni una poesía escéptica de ella misma.
     ¿Entonces? Buscaremos siempre.
     En estremecimientos dispersos mis versos sin guitarra y sin inquietud, la cosa así concebida lejos del poema, robar la nieve al polo y la pipa al marino.
     Algunos días después me di cuenta de que el polo era una perla para mi corbata.
     ¿Y los exploradores?
     Convertidos en poetas cantaban de pie sobre las olas derramadas.
     ¿Y los poetas?
     Convertidos en exploradores buscaban cristales en la garganta de los ruiseñores.

Vicente HUIDOBRO


III

Un antiquísimo cuentero de cuyo nombre no quiero acordarme (es de Cervantes ese festejado melindre y se lo devuelvo en seguida) cuenta que en los principios de la era cristiana salió del mar una gran voz, un evangelio primitivo y final, y anunció a la gentilidad que el dios Pan había muerto. Tanto me gusta suponer que las cosas elementales participan en las del alma y son sus chasques o lenguaraces o nuncios, que hoy querría hablarles a todos con la voz salobre del mar y la incansable de los ríos y la enterrada de los pozos y la extática de los charcos, para decirles que se gastó el rubenismo ¡al fin, gracias a Dios!

Jorge Luis BORGES



1926



2007




















enero 10, 2011

Sobre Cuaderno del paseante

En el número de enero de la revista Este País aparece una generosa reseña de José Mariano Leyva sobre Cuaderno del paseante. Acá unos extractos:

Un salto al vacío que, para colmo, nos pide que gocemos al caer.

[...]

Guiado de la mano de William Carlos Williams, por ejemplo, Ramírez nos sugiere que los poemas sirven para medir, y que esta tarea se torna ardua cuando “el hombre moderno ha perdido la medida de sí mismo. Todos sus sistemas de creencias —morales, religiosas, etcétera— han sufrido un cambio”. De la misma manera, Ramírez rescata a Gilles Lipovetsky en una sentencia que el sociólogo francés propuso: estamos saturados de información. Lipovetsky se refiere sobre todo a información televisiva, radiofónica, la que como salivazos de poca profundidad empapan Internet. Moisés Ramírez se mueve mucho en medio de esos dos conflictos, sin duda complementarios: un exceso de información vana que provoca perder la medida de nosotros mismos. ¿Qué queda entonces? No la receta para solventar los problemas. Para ello ya estamos inundados de libros de cómo ser felices en 15 minutos. Tampoco la búsqueda del ser en religiones, escapes, incluso filosofías. La opción para Ramírez sabe mucho a pérdida. A esclarecerse individualmente a través de lo irrecuperable. No como nostalgia, como precepto. Encontrarle cariño a la incertidumbre.

[...]

Los paseos literarios se confunden con los paseos por la ciudad. Las valoraciones se toman con cautela, como si su emisor fuera también el primer detractor. El libro es un estado de ánimo. Sombrío las más de las veces. Ramírez se pregunta a cada vuelta de página por qué está haciendo lo que hace, pero nunca deja de hacerlo. Escribir. Leer. Preguntarse. Mantener el semblante lúgubre. El nihilismo es un invitado recurrente en Cuaderno del paseante. Y esos dos ingredientes —lo lúgubre, lo nihilista—, recuerdan mucho al estilo de los escritores modernistas aún decadentes del cambio del siglo XIX al XX. Descreer de todo y aceptar que se vive con un propósito tan poco seguro como la eterna búsqueda de la estética. Y luego descreer también de ella.

[...]

Los libros persiguen a Moisés Ramírez de manera obsesiva. Lo hacen sufrir. Cada opción literaria se torna en infinita posibilidad. Un laberinto que, a cada paso, construye nuevas paredes. Nuevos pasadizos. Los libros no lo dejan en paz. Le convierten la cabeza en una caja de resonancia que no para de emitir reflexiones. Algunas muy poéticas, algunas muy racionales. Son varias las páginas de su propio libro donde confiesa este mal. Un padecimiento que recuerda al Mal de Montano de Enrique Vila-Matas. Las ideas leídas se vuelven reflexión escrita. No hay escapatoria. Es la prolongación del lúcido mal. Y no me cabe la menor duda: Ramírez no se deshará de ese anatema. Seguirá leyendo, escribiendo. La literatura lo seguirá persiguiendo. Eso me da mucho gusto y me hace pensar: es la primera vez que celebro una maldición.

enero 08, 2011

El número Shandy por excelencia

27: Quiero que te preguntes finalmente qué sucede si un escritor quiere comenzar de nuevo. Faltan ensayos, estudios acerca de esta delicada cuestión. ¿A qué clase de problemas se ha de enfrentar el escritor que desea volver a empezar? Se me ocurre uno, así al primer bote: tiene que olvidarse de lo mucho que le fascinan algunas de las cosas que ha escrito a lo largo de su carrera. Pero se trata de hacer tabla rasa y convertirse en un escritor que comienza de nuevo, no hay lugar para los sentimentalismos. ¿A qué otros problemas se tiene que enfrentar? A problemas relacionados con la técnica, sin duda. Pero también con su propio mito de escritor y con su propio lugar. Le conté en Nueva York a Sergio Chejfec que a veces me planteaba volver a empezar y soñaba que estaba en el imposible punto de partida. Me dio un consejo, me dijo que no era tan imposible situarse en ese punto, sepultar un día de golpe mi propio mito de escritor. Quizás bastaba con escribir como si fuera otro, hacerlo con un pseudónimo. Nada tranquiliza tanto como una máscara. En mi caso, sería una máscara sobre la máscara que ya llevo puesta. ¿Es una utopía imposible el cambio de identidad como escritor? Es probable que sea una utopía, pero sólo ya plantearse ese cambio puede hacer que se muevan muchas cosas, puede llegar a ser productivo, porque de hecho es una sensación que te puede permitir distanciarte un poco de los mismos mecanismos que has desarrollado y que muchas veces automatizan cómo concebir los libros. La construcción en este blog en web de la página de HALP ha sido una experiencia que me ha abierto a espacios nuevos en mi mente. He aprendido a escribir de un modo distinto un libro que ya había escrito. Lo considero un paso más para mi proyecto de un día comenzar de nuevo. Ahora es tiempo de silencio. Y tiempo de buscar la nueva máscara. Esta página, por su parte, se queda ya, al llegar al número 27, eternamente en construcción. Sabía que no lograría acabarla, pero lo más curioso es que tengo la sensación de no haberla ni siquiera empezado. Como se decía en el Tristram Shandy, hemos ido a la mayor velocidad posible, y sin embargo no hemos nacido aún. La página queda suspendida aquí para siempre en el número 27. He aprendido a modificar algunos usos técnicos y he ampliado horizontes. Ahora debo perderme por esa calle en la que me transformaré en otro. Voy a seguir el consejo que ayer me dieron por teléfono:
     —Si vas a vender tu alma al diablo, ve por esa calle y pregunta en el segundo piso de la casa donde los perros. Allí te permitirán sacar chispas cuando frotes dos piedras, y verás que hay otra luna que brilla desde otra parte.


enero 05, 2011

Perec: Disparition/Secuestro



Sur l'ambition qui, tout au long du fatigant roman qu'on a, souhaitons-nous, lu sans trop d'omissions, sur l'ambition, donc, qui guida la main du scrivain

L'ambition du «Scriptor», son propos, disons son souci, son souci constant, fut d'abord d'aboutir à un produit aussi original qu'instructif, à un produit qui aurait, qui pourrait avoir un pouvoir stimulant sur la construction, la narration, l'affabulation, l'action, disons, d'un mot, sur la façon du roman d'aujourd'hui.
     Alors qu'il avait surtout, jusqu'alors, discouru sur sa situation, son moi, son autour social, son adaptation ou son inadaptation, son goût pour la consommation allant, avait-on dit, jusqu'à la chosification, il voulut, s'inspirant d'un support doctrinal au goût du jour qui affirmait l'absolu primat du signifiant, approfondir l'outil qu'il avait à sa disposition, outil qu'il utilisait jusqu'alors sans trop souffrir, non pas tant qu'il voulût amoindrir la contradiction frappant la scription, ni qu'il ignorât tout à fait, mais plutôt qu'il croyait pouvoir s'accomplir au mitan d'un acquis normatif admis par la plupart, acquis qui, pour lui, constituait alors, non un poids mort, non un carcac inhibant, mais, grosso modo, un support stimulant.

D'où vint l'obligation d'approfondir? Plus d'un fait, à coup sûr, la motiva, mais signalons surtout qu'il s'agit d'un hasard, car, au fait, tout partit, tout sortit d'un pari, d'un a priori dont on doutait fort qu'il pût un jour s'ouvrir sur un travail positif.
     Puis son propos lui parut amusant, sans plus; il continua. Il y trouva alors tant d'abords fascinants qu'il s'y absorba jusqu'au fond, abandonnant tout à fait moult travaux parfois pas loin d'aboutir.

Ainsi naquit, mot à mot, noir sur blanc, surgissant d'un canon d'autant plus ardu qu'il apparaît d'abord insignifiant pour qui lit sans savoir la solution, un roman qui, pour boscornu qu'il fût, illico lui parut plutôt satisfaisant: D'abord, lui qui n'avait pas pour un carat d'inspiration (il n'y croyait pas, par sur croît, à l'inspiration!) il s'y montrait au moins aussi imaginatif qu'un Ponson ou qu'un Paulhan; puis, surtout, il y assouvissait, jusqu'à plus soif, un instinct aussi constant qu'infantin (ou qu'infantil): son goût, son amour, sa passion pour l'accumulation, pour la saturation, pour l'imitation, pour la citation, pour la traduction, pour l'automatisation.

Puis, plus tard, s'assurant dans son propos, il donna à sa narration un tour symbolisant qui, suivant d'abord pas à pas la filiation du roman puis pour finir la constituant, divulguait, sans jamais la trahir tout à fait, la Loi qui l'inspirait, Loi dont il tirait, par fois non sans friction, parfois non sans mauvais goût, mais parfois aussi non sans humour, non sans brio, un filon fort productif, stimulant au plus haut point l'innovation.

Il comprit alors qu'à l'instar d'un Frank Lloyd Wright construisant sa maison, il façonnait, mutatis mutandis, un produit prototypal qui, s'affranchissant du parangon trop admis qui commandait l'articulation, l'organisation, l'imagination du roman français d'aujourd'hui, abandonnant à tout jamais la psychologisation qui s'alliant à la moralisation constituait pour la plupart l'arc-boutant du bon goût national, ouvrait sur un pouvoir dont on avait fait fi, mais qui, pour lui, mimait, simulait, honorait la tradition qu'avait fait un Gargantua, un Tristram Shandy, un Mathias Sandorf, un Locus Solus, ou –pourquoi pas?– un Bifur ou un Fourbis, bouquins pour qui il avait toujours rugi son admiration, sans pouvoir nourrir l'illusion d'aboutir un jour à un produit s'y approchant par la jubilation, par l'humour biscornu, par l'incisif plaisir du bon mot, par l'attrait du narquois, du paradoxal, du stravagant, par l'affabulation allant toujours trop loin.

Ainsi, son travail, pour confus qu'il soit dans son abord initial, lui parut-il pourvoir à moult obligations: d'abord, il produisait un «vrai» roman, mais aussi il s'amusait (Ramun Quayno, dont il s'affirmait l'obscur famulus, n'avait-il pas dit jadis: «L'on n'inscrit pas pour assombrir la population»?), mais, surtout, ravivant, l'insinuant rapport fondant la signification, il participait, il collaborait, à la formation d'un puissant courant abrasif qui, critiquant ab ovo l'improductif substratum bon pour Troyat, un Mauriac, un Blondin ou un Cau, disons pour un godillot du Quai Conti, du Figaro ou du Pavillon Massa, pourrait, dans un prochain futur, rouvrir au roman l'inspirant savoir, l'innovant pouvoir d'un attirail narratif qu'on croyait aboli!

La Disparition, Gallimard, 2008.
Del deseo que, siguiendo el decurso de este difícil cuento, que quisiésemos que usted se hubiese leído sin omitir ningún folio, del deseo, pues, que guió el boli del escritor

El deseo del «Escribidor», su propósito, digo inquietud, digo el insosiego con el que vivió fue priero el conseguir un producto único e instructivo, un producto que tuviese, que pudiese tener un poder de estímulo en los constructos, en los hilos, en el discurrir, en el modo de sucederse los hechos, por decirlo sin rodeos en los modos y modelos de los novelones de hoy.
     Si bien siempre disertó sobre su posición, su ego, su entorno, su decisión o su indecisión, su gusto por el consumo que, según se dijo, lo convirtió en objetófilo, quiso, movido por principios eruditos del gusto del momento, defensores febriles del indiscutible poder del sgte, sumergirse en un instrumento corriente, instrumento cuyo uso en ningún momento le hizo sufrir, y no es que quisiese empequeñecer el intríngulis escriptórico, ni que se desentendiese de él por completo, sino que creyó que pudiese existir por medio de un conocimiento preceptivo reconocido por todos, conocimiento que, según él, constituyó entonces no un peso muerto, ni un constreñimiento inhibidor, sino, grosso modo, principio impulsor.

¿De dónde vino el empeño en incidir en lo mismo? Muchos hechos, seguro, lo produjeron, pero mencionemos sobre todo que tiene su origen en el destino pues, de hecho, todo surgió, todo surtió de un reto, de un principio no muy seguro de que se obtuviese un producto positivo.
     Luego consideró su propósito divertido y sólo eso, divertido; pero continuó. Encontró entonces numerosos senderos sugestivos y se metió de lleno en ellos, con descuido de muchos otros estudios punto menos que concluidos.

De este modo se reveló, término por término, negro sobre níveo (surgiendo de un precepto que supone un enorme escollo, porque el que lee sin conocer su solución cree que es pueril) un escrito novelesco que, por excéntrico que fuese, en ese momento creyó suficientemente bueno.
     En principio, él que siempre pensó no tener ni un dedo de genio (¡ni mucho menos creyó en ningún momento en el genio!) logró el mismo nivel de inventio que un Ponson o que el que publicó Noeud de Vipère o que un Tournier. Pero sobre todo su proyecto llenó por completo el gusto que sintió desde niño: su deseo sin freno, colmó su querer loco por lo repetitivo, por los espejismos, por los textos de otros, por los intérpretes, por reescribir, por el constreñimiento.

Después, seguro de su objetivo, su cuento fue cogiendo un tono simbólico que, siguiendo primero punto por punto los novelones corrientes, constituyó y divulgó, pero sin descubrir todo, su Ley motriz. Y exprimiendo su Ley con fruición explotó un filón muy productivo que estimuló mucho su espíritu inventivo, por momentos con muy buen gusto, por veces con humor e incluso con brío.

Comprendió entonces que, como un F. Lloyd Wright construyendo su cubículo, erigió, del mismo modo, un producto prototípico, libre de los modelos comunes de invención, de sucesión de los hechos, de orden interno, por los que se rigen los escritores. Lutecinos hoy por hoy. Evitó, conscientemente por siempre, el recurso cómodo de lo psicológico unido con lo ético que constituye el súmmum del buen gusto de este terruño. Su producto le hizo entrever un poder desconocido, un poder que se ingnoró, pero que según él sirve de estímulo y se inscribe con honor en el surco que descubrieron libros como El Quijote o Locus Solus, como los de Sterne, los de Julio Verne, los de Leiris, o –por qué no un Opus Nigrum o Opus Niveum– libros por los que siempre expresó, con gritos incluso, su fervor, sin poder cumplir sus deseos de conseguir un escrito que los repitiese, en su diversión, en su humor ilógico, en su disfrute del término preciso, en el poder sugestivo de un cierto tono irónico, de lo retorcido, de lo invertido, del ingenio siempre inquieto poniéndose siempre límites superiores.
     Dicho esto, su work, por muy confuso que resulte en los primeros folios, cumple con muy diversos deberes: primero constituye un novelón «corriente y moliente», pero, lo que es mejor, divierte (¿no dejó dicho Reimond Quenó, del que se pretende oscuro mimo: «No se escribe con intención de entristecer el pueblo»?), pero sobre todo, como revigorizó el sutil nexo que fundó el sentido lingüístico, intervino, contribuyó en el surgir de un potente y corrosivo espíritu crítico que cuestionó, de hecho, el improductivo poso del que se sirven gentes como Julien Green, Blondin, o lo que es lo mismo, los grupis del Muelle Conti, de Minute, o de Point de Vue. El «Scriptor» cree que este espíritu crítico puede, en un futuro próximo, reconducir los cuentos modernos por los senderos de un conocimiento ingenioso y novedoso que genere tipos de sucesión de hechos que se creyeron perdidos.

El secuestro, Anagrama, 2010.


Perec - La Disparition

enero 01, 2011

Variedades del pesimismo

Las variedades del pesismismo. El pesimista dogmático. Generalmente, el pequeñoburgués extraviado. El pesimista dogmático suele desembocar normalmente en la reforma dogmática del mundo. El pesimismo dogmático como arte: siempre es moralismo. Su tema más frecuente es la falta de alegría (la descripión desagradable, sin redención alguna, de alguna injusticia social indignante o de una larga agonía, como ocurre en Simone de Beauvoir: Una muerte muy dulce). El artista moralizante siempre se aferra, en definitiva, al caso individual y se queda en la indignación infructuosa.
     Pesimismo romántico. Rechaza el mundo, pero de paso nos susurra los secretos al oído. Como el estafador ocasional, hace aflorar nuestra simpatía oculta de manera mezquina. Por su tendencia latente, este pesimismo es queja, súplica y rendición. En sus peores manifestaciones, un llamamiento encubierto al «sentido común». Este llamamiento al mundo triunfante siempre encuentra un oído atento. Resultado: abrazo sentimental, el verdugo perdona a la víctima. Hay que ir, pues, con mucho ojo, empeñarse en las formas cerradas, guardar el contenido detrás de un cristal, por así decirlo, para que sea bien visible pero intocable.
     Mi último argumento contra el moralista: que siempre se queda dentro del círculo. Le hacen asumir su papel, y cree que es él quien lo desempeña. El moralista no puede ser artista porque no crea el mundo sino que lo juzga, realizando, por tanto, un trabajo totalmente superfluo. Todo con el único fin de justificarse. Y para resarcirse e incluso quizá para vengarse, siempre presenta a su víctima como sufridor moral, esto es, al ser humano, al cual, de hecho, le da bastante risa. Porque la moral es desde luego un elemento imprescindible en la realidad, pero es al mismo tiempo el elemento más maleable del comportamiento humano; nunca he conocido a un hombre moral que no estuviera íntimamente convencido de su verdad moral y hasta de su superioridad. Lo interesante no es la moral, sino cómo se juega con ella en el espejo de la conciencia y de la voluntad de vida, sobre todo en las situaciones propias de una dictadura totalitaria.


Imre Kertész, Diario de la galera.