julio 15, 2011

Ese vicio maravilloso

Escuché esta frase en una librería ambulante: «Es un vicio maravilloso». Quien la dijo se refería a la compra de libros o a la lectura, no pude averiguarlo. Pero como yo acababa de leer El vicio de la lectura de Edith Wharton, supuse que se trataba del mismo asunto.
            El ensayo de Wharton es, más que un crudo estudio de esa rara avis llamada lector mecánico, la lectura —nada viciosa, por cierto— de otro fenómeno en aparente peligro: el lector nato y la literatura, que es, a todas luces, el punto de encuentro entre la contemplación del mundo y su lenguaje. Así, Wharton expone en unas cuantas páginas el sentido de la lectura profunda, amenazada no sólo por el mercado editorial, sino por la estupidez del gran público lector. Dejo el final del ensayo, esperando arruinar la sorpresa que cualquier lector mecánico esperaría de todo libro:


Lo dañino del lector mecánico es por cuádruple partida. En primer lugar, al originar la demanda de la escritura mediocre, facilita la carrera del autor mediocre. El crimen de seducir al talento creativo para que forme parte de las filas de la producción mecánica es, de hecho, la ofensa más grave cometida por el lector mecánico.
            En segundo lugar, debido a su pasión por las contribuciones “populares” sobre materias difíciles y abstrusas —al confundir el más atropellado refrito de perogrulladas científicas con las lentamente maduradas concepciones del pensador original— obstaculiza la verdadera cultura y aminora la posible cantidad de trabajo verdaderamente duradero.
            El hábito de confundir los juicios intelectuales y morales es la tercera causa de su daño a la literatura. Lo inadecuado de su lema “el arte por el arte” en tanto credo literario, se ha admitido desde hace mucho tiempo. El lector mecánico no obstaculiza la producción de obras maestras debido a su exigenca de que el escritor imaginativo deba ser tocado por “asuntos excelsos”, sino por su propia incapacidad de discernir los “asuntos excelsos” de cualquier libro, sin importar que grande sea éste, misma que representa cierto impedimento intelectual a su visión. Para los que consideran la literatura como una crítica a la vida, nada es más incomprensible que su incapacidad para distinguir entre la tendencia general de un libro —su valor técnico e imaginativo en conjunto— y sus características meramente episódicas. Que el lector mecánico deba confundir lo amoral con lo inmoral quizá resulte natural; tal vez haya que perdonarlo por una clasificación errónea de libros como La Chartreuse de Parme o La vida de Benvenuto Cellini: su peligrosidad para la literatura subyace en su ignorancia persistente del hecho de que cualquier retrato serio de la vida debe juzgarse no por los incidentes que presenta, sino por el sentido del autor respecto a la importancia de éstos. El libro dañino es el libro trivial: depende del escritor y no de la materia1, sin importar que la contemplación de la vida dé como resultado un Fausto o un Faublas. Para apreciar la ausencia de esta percepción en el lector promedio, uno debe voltear al libro ordinario “impropio” de la actual ficción inglesa y estadounidense. En esas obras, disfrutadas bajo protesta, con la excusa de que son “desagradables, pero muy poderosas”, uno ve el reflejo de la imagen que los grandes retratos de la vida dejan en la mente del lector mecánico y de su novelista. Existe la colocación de “dolorosos” incidentes; pero el resto, al no ser percibido, se deja de lado.
            Por último, el lector mecánico —debido a su exigencia de literatura peptonizada, y a su incapacidad para distinguir entre los medios y el fin— ha mal encaminado las tendencias de la crítica, o más bien, ha engendrado una criatura a su propia imagen y semejanza: el crítico mecánico. El corresponsal en Londres de un periódico neoyorquino citó en fechas recientes a un “muy conocido crítico inglés”, que decía que la gente ya no tiene tiempo de leer los análisis críticos de los libros; lo que deseaban era un resumen del contenido. Ciertamente es una cuestión abierta (y que difícilmente encaja dentro del alcance de este argumento) en qué grado la crítica beneficia a la literatura; pero hablar como si el análisis de un libro fuera una especie de crítica, y la clasificación de su contenido fuese otra, es un absurdo manifiesto. El lector nato quizá desee o no quiera oír lo que los críticos tienen que decir sobre un libro; pero si acaso se preocupa por alguna crítica, él desea la única que es digna de ese nombre: el análisis de la materia y de la forma. Aquel que no tiene tiempo para tales críticas ciertamente no escatimará ningún resumen del contenido de un libro: un inventario de sus incidentes, que culmina con la convencional frase: “Pero no echaremos a perder el deleite del lector al revelar que... etcétera”. El lector mecánico es el que exige tales resúmenes y el que los llama críticas; y debido al lector mecánico la mayor parte de las veces los extractores de trama están superando con rapidez a la crítica. Aunque la crítica real esté al servicio de la literatura o no lo esté, resulta claro que esta pseudo reseña es dañina, debido a que coloca libros que tienen muy diversas calidades en el mismo nivel inerte de mediocridad, al ignorar su verdadero significado e importancia. Resulta imposible dar una idea del valor de cualquier libro —excepto quizá para los de historias de detectives— mediante la recapitulación de su contenido; e incluso aquellas cualidades que diferencian las buenas historias de detectives de las malas, no residen tanto en la disposición de los incidentes, como en el manejo de la materia y en la elección de los medios utilizados para producir un efecto determinado. Todas las formas de arte se basan en el principio de selección, y en donde dicho principio no se toma en cuenta en la suma total de cualquier producción intelectual, no puede haber crítica genuina.
            Así pues, el lector mecánico trabaja de manera sistemática en contra de lo mejor de la literatura. Es obvio que resulta más dañino para el escritor. La amplia senda que conduce a la aprobación por parte de dicho lector se recorre tan fácil y está tan pletórico de compañeros de viaje, que muchos jóvenes peregrinos se han desencaminado por la mera ansia de tener compañía; y quizá no es sino hasta que termina el viaje, cuando dichos jóvenes llegan al Palacio de las Perogrulladas y se sientan al festín de alabanzas indiscriminadas, junto a los escritorzuelos que ellos más han despreciado, y ayudan a encomiar los platillos preparados en su honor, que sus pensamientos se vuelven con anhelo hacia el otro sendero: el camino recto que conduce a la “inmensa minoría”.






1 Es decir, el lenguaje. (Nota del amanuense)

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