Pesimismo romántico. Rechaza el mundo, pero de paso nos susurra los secretos al oído. Como el estafador ocasional, hace aflorar nuestra simpatía oculta de manera mezquina. Por su tendencia latente, este pesimismo es queja, súplica y rendición. En sus peores manifestaciones, un llamamiento encubierto al «sentido común». Este llamamiento al mundo triunfante siempre encuentra un oído atento. Resultado: abrazo sentimental, el verdugo perdona a la víctima. Hay que ir, pues, con mucho ojo, empeñarse en las formas cerradas, guardar el contenido detrás de un cristal, por así decirlo, para que sea bien visible pero intocable.
Mi último argumento contra el moralista: que siempre se queda dentro del círculo. Le hacen asumir su papel, y cree que es él quien lo desempeña. El moralista no puede ser artista porque no crea el mundo sino que lo juzga, realizando, por tanto, un trabajo totalmente superfluo. Todo con el único fin de justificarse. Y para resarcirse e incluso quizá para vengarse, siempre presenta a su víctima como sufridor moral, esto es, al ser humano, al cual, de hecho, le da bastante risa. Porque la moral es desde luego un elemento imprescindible en la realidad, pero es al mismo tiempo el elemento más maleable del comportamiento humano; nunca he conocido a un hombre moral que no estuviera íntimamente convencido de su verdad moral y hasta de su superioridad. Lo interesante no es la moral, sino cómo se juega con ella en el espejo de la conciencia y de la voluntad de vida, sobre todo en las situaciones propias de una dictadura totalitaria.
Imre Kertész, Diario de la galera.
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