Hotel Bartleby
septiembre 25, 2011
Última entrada de este blog
Como habrán notado los lectores de Hotel Bartleby, hemos realizado algunos ajustes. Dentro de este proceso de cambios y migraciones, toca el turno a este blog. A partir de hoy, los contenidos estarán disponibles en la siguiente dirección; y en un plazo de máximo 24 horas, detonaremos los explosivos que hemos colocado en las piedras angulares de nuestro código html. Se han tomado todas las medidas de seguridad reglamentarias, por lo que nada que esté alrededor corre ningún peligro.
El nuevo
Hotel Bartleby
Hotel Bartleby
agosto 26, 2011
Vila-Matas piensa en su arte
Esta mañana he leído la ficción crítica Chet Baker piensa en su arte, del libro homónimo de Vila-Matas. Me ha entusiasmado tanto que por poco no pude contener el deseo de ampliar el texto, pero no el texto, su personalidad. En cualquier caso, mi tentación no era otra que la de copiar, hacer del plagio estimulante una ficción de mí mismo. De manera que, invadido por el aire Bartleby que aquí abunda, cambié de idea, y, como se habrá sospechado, preferí no hacerlo. Sin embargo, ahora que lo pienso, este mundo Bartleby que voy esbozando con frases de otros responde, más que a la pura negligencia, a la vigilancia obsesiva que me permite hallar en la copia lo que prefiero no decir yo, pero que suscribo como si fuera mío; lo que, a fin de cuentas, se vuelve mío. Esta cuestión la explicaría más o menos de la siguiente manera, pensando, además, en una idea que me da vueltas en la cabeza desde que comencé a leer el texto: todo artista contemporáneo, o mejor, hipermoderno, es él mismo su propia obra; lo que en este caso se comprueba con la lectura de Chet Baker piensa en su arte y con la comprensión —tan urgente hoy— de las diferencias entre el realismo Hire y el Finnegans. Y es que, en el caso de Vila-Matas, como en el de todo escritor que lo sea verdaderamente, su manera de escribir a veces consiste en meter la cabeza en una jaula.
Dicho de otro modo: El realismo Hire vive en un imaginario barrio de gente normal y buena, rayando en la santidad, donde la práctica de la virtud (respetabilidad, piedad) realza la vida cotidiana. Es un realismo que tiene premios y es vitoreado por críticos tarugos y por lectores gandules. Por el contrario, el realismo Finnegans tira más hacia el monte y suele vivir en la noche y a la intemperie y en gran convivencia con la bárbara verdad de fondo, con la verdad patibularia del mundo.
Hay una cierta incomprensión hacia el realismo Finnegans, pues de entrada no es visto ni tan siquiera como realismo cuando, de hecho, es lo más próximo que existe a la realidad muda y clamorosamente no narrativa del mundo, es decir, lo más próximo que existe a la verdad que nos ofrece la realidad misma. Y hay también una cierta falta de información, escasean las facilidades para que el lector medio tenga la ooprtunidad de recobrar su primer recuerdo de esta vida, el recuerdo de la primera impresión que tuvo ante el mundo: una dura realidad, bárbara y muda.
Aquí el inicio de Chet Baker piensa en su arte.
Dicho de otro modo: El realismo Hire vive en un imaginario barrio de gente normal y buena, rayando en la santidad, donde la práctica de la virtud (respetabilidad, piedad) realza la vida cotidiana. Es un realismo que tiene premios y es vitoreado por críticos tarugos y por lectores gandules. Por el contrario, el realismo Finnegans tira más hacia el monte y suele vivir en la noche y a la intemperie y en gran convivencia con la bárbara verdad de fondo, con la verdad patibularia del mundo.
Hay una cierta incomprensión hacia el realismo Finnegans, pues de entrada no es visto ni tan siquiera como realismo cuando, de hecho, es lo más próximo que existe a la realidad muda y clamorosamente no narrativa del mundo, es decir, lo más próximo que existe a la verdad que nos ofrece la realidad misma. Y hay también una cierta falta de información, escasean las facilidades para que el lector medio tenga la ooprtunidad de recobrar su primer recuerdo de esta vida, el recuerdo de la primera impresión que tuvo ante el mundo: una dura realidad, bárbara y muda.
Aquí el inicio de Chet Baker piensa en su arte.
julio 15, 2011
Ese vicio maravilloso
Escuché esta frase en una librería ambulante: «Es un vicio maravilloso». Quien la dijo se refería a la compra de libros o a la lectura, no pude averiguarlo. Pero como yo acababa de leer El vicio de la lectura de Edith Wharton, supuse que se trataba del mismo asunto.
El ensayo de Wharton es, más que un crudo estudio de esa rara avis llamada lector mecánico, la lectura —nada viciosa, por cierto— de otro fenómeno en aparente peligro: el lector nato y la literatura, que es, a todas luces, el punto de encuentro entre la contemplación del mundo y su lenguaje. Así, Wharton expone en unas cuantas páginas el sentido de la lectura profunda, amenazada no sólo por el mercado editorial, sino por la estupidez del gran público lector. Dejo el final del ensayo, esperando arruinar la sorpresa que cualquier lector mecánico esperaría de todo libro:
Lo dañino del lector mecánico es por cuádruple partida. En primer lugar, al originar la demanda de la escritura mediocre, facilita la carrera del autor mediocre. El crimen de seducir al talento creativo para que forme parte de las filas de la producción mecánica es, de hecho, la ofensa más grave cometida por el lector mecánico.
En segundo lugar, debido a su pasión por las contribuciones “populares” sobre materias difíciles y abstrusas —al confundir el más atropellado refrito de perogrulladas científicas con las lentamente maduradas concepciones del pensador original— obstaculiza la verdadera cultura y aminora la posible cantidad de trabajo verdaderamente duradero.
El hábito de confundir los juicios intelectuales y morales es la tercera causa de su daño a la literatura. Lo inadecuado de su lema “el arte por el arte” en tanto credo literario, se ha admitido desde hace mucho tiempo. El lector mecánico no obstaculiza la producción de obras maestras debido a su exigenca de que el escritor imaginativo deba ser tocado por “asuntos excelsos”, sino por su propia incapacidad de discernir los “asuntos excelsos” de cualquier libro, sin importar que grande sea éste, misma que representa cierto impedimento intelectual a su visión. Para los que consideran la literatura como una crítica a la vida, nada es más incomprensible que su incapacidad para distinguir entre la tendencia general de un libro —su valor técnico e imaginativo en conjunto— y sus características meramente episódicas. Que el lector mecánico deba confundir lo amoral con lo inmoral quizá resulte natural; tal vez haya que perdonarlo por una clasificación errónea de libros como La Chartreuse de Parme o La vida de Benvenuto Cellini: su peligrosidad para la literatura subyace en su ignorancia persistente del hecho de que cualquier retrato serio de la vida debe juzgarse no por los incidentes que presenta, sino por el sentido del autor respecto a la importancia de éstos. El libro dañino es el libro trivial: depende del escritor y no de la materia1, sin importar que la contemplación de la vida dé como resultado un Fausto o un Faublas. Para apreciar la ausencia de esta percepción en el lector promedio, uno debe voltear al libro ordinario “impropio” de la actual ficción inglesa y estadounidense. En esas obras, disfrutadas bajo protesta, con la excusa de que son “desagradables, pero muy poderosas”, uno ve el reflejo de la imagen que los grandes retratos de la vida dejan en la mente del lector mecánico y de su novelista. Existe la colocación de “dolorosos” incidentes; pero el resto, al no ser percibido, se deja de lado.
Por último, el lector mecánico —debido a su exigencia de literatura peptonizada, y a su incapacidad para distinguir entre los medios y el fin— ha mal encaminado las tendencias de la crítica, o más bien, ha engendrado una criatura a su propia imagen y semejanza: el crítico mecánico. El corresponsal en Londres de un periódico neoyorquino citó en fechas recientes a un “muy conocido crítico inglés”, que decía que la gente ya no tiene tiempo de leer los análisis críticos de los libros; lo que deseaban era un resumen del contenido. Ciertamente es una cuestión abierta (y que difícilmente encaja dentro del alcance de este argumento) en qué grado la crítica beneficia a la literatura; pero hablar como si el análisis de un libro fuera una especie de crítica, y la clasificación de su contenido fuese otra, es un absurdo manifiesto. El lector nato quizá desee o no quiera oír lo que los críticos tienen que decir sobre un libro; pero si acaso se preocupa por alguna crítica, él desea la única que es digna de ese nombre: el análisis de la materia y de la forma. Aquel que no tiene tiempo para tales críticas ciertamente no escatimará ningún resumen del contenido de un libro: un inventario de sus incidentes, que culmina con la convencional frase: “Pero no echaremos a perder el deleite del lector al revelar que... etcétera”. El lector mecánico es el que exige tales resúmenes y el que los llama críticas; y debido al lector mecánico la mayor parte de las veces los extractores de trama están superando con rapidez a la crítica. Aunque la crítica real esté al servicio de la literatura o no lo esté, resulta claro que esta pseudo reseña es dañina, debido a que coloca libros que tienen muy diversas calidades en el mismo nivel inerte de mediocridad, al ignorar su verdadero significado e importancia. Resulta imposible dar una idea del valor de cualquier libro —excepto quizá para los de historias de detectives— mediante la recapitulación de su contenido; e incluso aquellas cualidades que diferencian las buenas historias de detectives de las malas, no residen tanto en la disposición de los incidentes, como en el manejo de la materia y en la elección de los medios utilizados para producir un efecto determinado. Todas las formas de arte se basan en el principio de selección, y en donde dicho principio no se toma en cuenta en la suma total de cualquier producción intelectual, no puede haber crítica genuina.
Así pues, el lector mecánico trabaja de manera sistemática en contra de lo mejor de la literatura. Es obvio que resulta más dañino para el escritor. La amplia senda que conduce a la aprobación por parte de dicho lector se recorre tan fácil y está tan pletórico de compañeros de viaje, que muchos jóvenes peregrinos se han desencaminado por la mera ansia de tener compañía; y quizá no es sino hasta que termina el viaje, cuando dichos jóvenes llegan al Palacio de las Perogrulladas y se sientan al festín de alabanzas indiscriminadas, junto a los escritorzuelos que ellos más han despreciado, y ayudan a encomiar los platillos preparados en su honor, que sus pensamientos se vuelven con anhelo hacia el otro sendero: el camino recto que conduce a la “inmensa minoría”.
1 Es decir, el lenguaje. (Nota del amanuense)
El ensayo de Wharton es, más que un crudo estudio de esa rara avis llamada lector mecánico, la lectura —nada viciosa, por cierto— de otro fenómeno en aparente peligro: el lector nato y la literatura, que es, a todas luces, el punto de encuentro entre la contemplación del mundo y su lenguaje. Así, Wharton expone en unas cuantas páginas el sentido de la lectura profunda, amenazada no sólo por el mercado editorial, sino por la estupidez del gran público lector. Dejo el final del ensayo, esperando arruinar la sorpresa que cualquier lector mecánico esperaría de todo libro:
Lo dañino del lector mecánico es por cuádruple partida. En primer lugar, al originar la demanda de la escritura mediocre, facilita la carrera del autor mediocre. El crimen de seducir al talento creativo para que forme parte de las filas de la producción mecánica es, de hecho, la ofensa más grave cometida por el lector mecánico.
En segundo lugar, debido a su pasión por las contribuciones “populares” sobre materias difíciles y abstrusas —al confundir el más atropellado refrito de perogrulladas científicas con las lentamente maduradas concepciones del pensador original— obstaculiza la verdadera cultura y aminora la posible cantidad de trabajo verdaderamente duradero.
El hábito de confundir los juicios intelectuales y morales es la tercera causa de su daño a la literatura. Lo inadecuado de su lema “el arte por el arte” en tanto credo literario, se ha admitido desde hace mucho tiempo. El lector mecánico no obstaculiza la producción de obras maestras debido a su exigenca de que el escritor imaginativo deba ser tocado por “asuntos excelsos”, sino por su propia incapacidad de discernir los “asuntos excelsos” de cualquier libro, sin importar que grande sea éste, misma que representa cierto impedimento intelectual a su visión. Para los que consideran la literatura como una crítica a la vida, nada es más incomprensible que su incapacidad para distinguir entre la tendencia general de un libro —su valor técnico e imaginativo en conjunto— y sus características meramente episódicas. Que el lector mecánico deba confundir lo amoral con lo inmoral quizá resulte natural; tal vez haya que perdonarlo por una clasificación errónea de libros como La Chartreuse de Parme o La vida de Benvenuto Cellini: su peligrosidad para la literatura subyace en su ignorancia persistente del hecho de que cualquier retrato serio de la vida debe juzgarse no por los incidentes que presenta, sino por el sentido del autor respecto a la importancia de éstos. El libro dañino es el libro trivial: depende del escritor y no de la materia1, sin importar que la contemplación de la vida dé como resultado un Fausto o un Faublas. Para apreciar la ausencia de esta percepción en el lector promedio, uno debe voltear al libro ordinario “impropio” de la actual ficción inglesa y estadounidense. En esas obras, disfrutadas bajo protesta, con la excusa de que son “desagradables, pero muy poderosas”, uno ve el reflejo de la imagen que los grandes retratos de la vida dejan en la mente del lector mecánico y de su novelista. Existe la colocación de “dolorosos” incidentes; pero el resto, al no ser percibido, se deja de lado.
Por último, el lector mecánico —debido a su exigencia de literatura peptonizada, y a su incapacidad para distinguir entre los medios y el fin— ha mal encaminado las tendencias de la crítica, o más bien, ha engendrado una criatura a su propia imagen y semejanza: el crítico mecánico. El corresponsal en Londres de un periódico neoyorquino citó en fechas recientes a un “muy conocido crítico inglés”, que decía que la gente ya no tiene tiempo de leer los análisis críticos de los libros; lo que deseaban era un resumen del contenido. Ciertamente es una cuestión abierta (y que difícilmente encaja dentro del alcance de este argumento) en qué grado la crítica beneficia a la literatura; pero hablar como si el análisis de un libro fuera una especie de crítica, y la clasificación de su contenido fuese otra, es un absurdo manifiesto. El lector nato quizá desee o no quiera oír lo que los críticos tienen que decir sobre un libro; pero si acaso se preocupa por alguna crítica, él desea la única que es digna de ese nombre: el análisis de la materia y de la forma. Aquel que no tiene tiempo para tales críticas ciertamente no escatimará ningún resumen del contenido de un libro: un inventario de sus incidentes, que culmina con la convencional frase: “Pero no echaremos a perder el deleite del lector al revelar que... etcétera”. El lector mecánico es el que exige tales resúmenes y el que los llama críticas; y debido al lector mecánico la mayor parte de las veces los extractores de trama están superando con rapidez a la crítica. Aunque la crítica real esté al servicio de la literatura o no lo esté, resulta claro que esta pseudo reseña es dañina, debido a que coloca libros que tienen muy diversas calidades en el mismo nivel inerte de mediocridad, al ignorar su verdadero significado e importancia. Resulta imposible dar una idea del valor de cualquier libro —excepto quizá para los de historias de detectives— mediante la recapitulación de su contenido; e incluso aquellas cualidades que diferencian las buenas historias de detectives de las malas, no residen tanto en la disposición de los incidentes, como en el manejo de la materia y en la elección de los medios utilizados para producir un efecto determinado. Todas las formas de arte se basan en el principio de selección, y en donde dicho principio no se toma en cuenta en la suma total de cualquier producción intelectual, no puede haber crítica genuina.
Así pues, el lector mecánico trabaja de manera sistemática en contra de lo mejor de la literatura. Es obvio que resulta más dañino para el escritor. La amplia senda que conduce a la aprobación por parte de dicho lector se recorre tan fácil y está tan pletórico de compañeros de viaje, que muchos jóvenes peregrinos se han desencaminado por la mera ansia de tener compañía; y quizá no es sino hasta que termina el viaje, cuando dichos jóvenes llegan al Palacio de las Perogrulladas y se sientan al festín de alabanzas indiscriminadas, junto a los escritorzuelos que ellos más han despreciado, y ayudan a encomiar los platillos preparados en su honor, que sus pensamientos se vuelven con anhelo hacia el otro sendero: el camino recto que conduce a la “inmensa minoría”.
1 Es decir, el lenguaje. (Nota del amanuense)
julio 10, 2011
Cortando el listón
Desde su aparición (cuya fecha real no interesa), hotel bartleby va conformándose como un edificio hecho de citas y demás atribuciones literarias. Así, cada entrada puede leerse como una habitación particular, donde el lector puede hospedarse cuantas veces quiera. Seguiremos por ese camino.
El copista, que rara vez aparece por aquí, lo invita a conocer la nueva sucursal, que inauguramos hoy y cada vez que un lector corte el listón haciendo clic en
este enlace.
(aplausos)
El copista, que rara vez aparece por aquí, lo invita a conocer la nueva sucursal, que inauguramos hoy y cada vez que un lector corte el listón haciendo clic en
(aplausos)
abril 02, 2011
A una amiga veneciana
Domingo por la mañana
Tampoco yo: no tengo adioses.
Me llevo su Alma y la mostraré a Dios y a los ángeles. Estará en el Universo. Las flores se mirarán en ella, maravilladas, y los pájaros se acercarán a beber. Será feliz.
Mi corazón sigue contemplándola hincando las rodillas. La amo. Escucho las campanas.
Infinitamente suyo.
R.M.
marzo 20, 2011
Juicios y prejuicios
Dejo algunos de los Juicios y prejuicios de H. L. Mencken, que con versiones de Yussel Dardón, publica la revista Crítica en su número 142 (marzo-abril, 2011).
Al comprobar que la rosa huele mejor que la col, el idealista supone que también hará una sopa más sabrosa.
Cuando alguien señala que el cuatro es el doble de dos, el metafísico pregunta qué entendemos por doble, por dos, por tres y por cuatro. A cambio de semejantes preguntas, los metafísicos viven en las universidades con lujo asiático y se los respeta como hombres cultos e inteligentes.
En la historia de la humanidad no se encuentra el antecedente de un filósofo feliz, sólo existe en la leyenda romántica. Muchos filósofos se suicidaron, otros expulsaron del hogar a sus hijos y golpearon a sus esposas. Y esto no debe sorprendernos. Si quieren descubrir que siente un filósofo mientras practica su profesión, vayan al zoológico más cercano y observen a un simio consagrado a la tediosa e inútil tarea de quitarse las pulgas. Ambos sufren de forma horrible y ninguno de ellos puede triunfar.
El progreso es la evolución gracias a la cual la raza humana se está librando del vello facial, la cola y de Dios.
El hereje cumple una función demostrativa cuando revela, con su blasfemia, que éste o aquel ídolo es vulnerable. Quienes más hicieron por la liberación del intelecto humano fueron aquellos cínicos que arrojaron gatos muertos en los santuarios y luego festejaron en los caminos, demostrando a todos los hombres que el escepticismo, al fin y al cabo, no entraña riesgos, que el dios montado sobre el altar es un fraude. Una carcajada vale por diez mil silogismos.
Vive de manera que puedas sostener la mirada de cualquiera para mandarlo al diablo.
Siendo optimistas, el hombre es un animal incompleto e imperfecto en el sentido en que, por decirlo de algún modo, la cucaracha lo es, pues cuando posee una cualidad valiosa por lo regular carece de otra. Denle cerebro y le faltará corazón, otórguenle un corazón con capacidad para bombear cuatro litros de sangre y su cabeza acaso contendrá medio litro. El 90 por ciento de las veces el artista es un mentiroso capaz de conquistar a las vírgenes. El patriota es un fanático intolerante y, la mayoría de las veces, un presumido y un cobarde. Con frecuencia el hobre con fuerza física está, desde el punto de vista intelectual, a la altura de un sacerdote. El gigante intelectual carece de valor y es incapaz de ensartar una aguja.
Una de las hipótesis favoritas de los monjes puritanos que se especializan en pornografía, es que si se reprime el instinto sexual, éste puede “sublimarse”, como dicen ellos, asumiendo la forma de idealismo estético. Esta hipótesis aparece en todos sus libros y sobre ella se asienta la teoría de que si una inmensa legión de espías, soplones y guardianes impusiera en conjunto la castidad, la República se convertiría en una comuna de estetas morales. Claro, no son más que mentiras farisaicas. Si la hipótesis fuera cierta, todos los grandes artistas habrían salido de las filas de solteronas y solterones; pero, como todo el mundo sabe, la verdad es que los artistas notables jamás son puritanos y pocas veces son respetables, en el sentido vulgar de la palabra. Ningún hombre moral ha pintado jamás un cuadro que merezca ser contemplado, o compuesto una sinfonía que merezca ser escuchada, o escrito un libro que merezca ser leído.
Si los autores trabajaran en fábricas como las costureras o los tabacaleros, con gente al rededor y entretenidos por una tormenta de chismes, su labor sería muchísimo más liviana. Pero es vital para su arte que practiquen sus aburridas y tediosas maniobras a capella, y por consecuencia la soledad se suma a la limitación de juicio y a otras enfermedades profesionales. Un autor en actividad se encuentra de manera continua y de manera inevitable en presencia de sí mismo. Nada puede distraerlo y calmarlo. Cada vez que un remordimiento lo ataca, el autor queda tomado por la oreja, y cada vez que una idea casual baja por su pierna, el dolor lo sacude como la mordida de un tigre. Todavía no he encontrado a un autor que no sea hipocondríaco. Con la única excepción de los médicos, que viven enfermos y temiendo a la muerte, los escritores son quizá los consumidores más frecuentes de pastillas que hay en el mundo. Podría decir que no recuerdo a ninguno, entre los que conozco en persona, que no viva atiborrándose de medicamentos.
Resulta obvio que no hay, ni siquiera entre la intelligentzia, otros hombres aquejados por tormentos similares. Si al juez de turno le zumban los oídos, puede desempeñar sus funciones tan bien como si sólo oyera la labia de los abogados. Un dolor de estómago no inutiliza al sacerdote que ejecuta su engaño: lo que dice ya ha sido dicho antes por otros y sólo los cínicos lo contradicen. Y la capacidad del cirujano que ejerce su arte no se interrumpe cuando lo asalta la extravagante idea de que la enfermera es más valiosa que su mujer. Pero desafío a quien sea a escribir un buen soneto mientras le zumban los oídos, que redacte una crítica coherente mientras le duela el estómago, o que construya una escena de amor valiosa con la cabeza llena de fantasías eróticas personales. Éstas son dificultades sin salvación. Y el pobre escritor tropieza con ellas, y otras de su especie, cada vez que entra en su estudio y se frota las manos. Apenas cierra la puerta, mantiene con su cuerpo y mente una batalla deprimente y perdida de antemano.
¿Por qué entonces, hombres y mujeres con sentido común, se consagran a este oficio tan agotador? Recordemos, en efecto, que hay autores con cierta inteligencia, así como hay políticos, e incluso obispos, relativamente honestos. ¿Qué es lo que los aleja de cambiar la escritura por labores menos dañinas y, a juicio de sus semejantes, menos respetables? Pienso que una explicación consiste en que el escritor, como cualquier otro de los “artistas”, es un sujeto en el que la vanidad normal de todos los hombres se ha hipertrofiado hasta el extremo de que ya no puede controlarla. El impulso irresistible que lo motiva es el de revolotear en torno a sus colegas, aleteando y gritando para retarlos. Debido a que las autoridades de todos los países civilizados prohíben estas demostraciones de vanidad, el escritor se desahoga transportando sus alaridos al papel. A esto se le llama “autoexpresión”.
Claro, en testimonios, los escritores siempre narran este impulso como algo más “delicado” y “noble”, argumentando que los conduce el deseo y necesidad de difundir las “ideas” y “salvar al mundo”, o manifiestan que lo que los impulsa es la “pasión por la belleza”. Basta leer un poco para comprender que en nueve de cada diez autores escritores haya tan poca belleza y tan pocos indicios de sensibilidad por la belleza, como en la decoración de un centro nocturno. En verdad, es bastante extraño encontrar en un escritor el anhelo de crear belleza, y es casi imposible encontrarlo en los más jóvenes; si en alguna medida ésta se insinúa, parece ser una idea de último momento. El deseo de ganar dinero tiene más prioridad y a éste sigue el de hacerse notar. El anhelo de alcanzar lo bello marcha en otra dirección. Los literatos —como clase— son insensibles a la belleza, y esto se refleja en su habitual desconocimiento de las otras artes. Me costaría trabajo encontrar seis novelistas o seis poetas capaces de explicar la diferencia entre una catedral gótica y una estación de servicio de la Standard Oil.
 La cosa va mucho más lejos. Según mi experiencia la mayoría de los novelistas no sabe nada de poesía y muy pocos poetas perciben los encantos de la prosa. En cuanto a los dramaturgos, la mayoría es ajena a la existencia de la narrativa y la poesía. Me apena revelar estos datos tan molestos e incómodos, pero si lo honorable fuera ocultarlos, atribúyase mi actuar a la pasión científica. Hoy, esta pasión me tiene tomado por la oreja.
1
Al comprobar que la rosa huele mejor que la col, el idealista supone que también hará una sopa más sabrosa.
3
Cuando alguien señala que el cuatro es el doble de dos, el metafísico pregunta qué entendemos por doble, por dos, por tres y por cuatro. A cambio de semejantes preguntas, los metafísicos viven en las universidades con lujo asiático y se los respeta como hombres cultos e inteligentes.
5
En la historia de la humanidad no se encuentra el antecedente de un filósofo feliz, sólo existe en la leyenda romántica. Muchos filósofos se suicidaron, otros expulsaron del hogar a sus hijos y golpearon a sus esposas. Y esto no debe sorprendernos. Si quieren descubrir que siente un filósofo mientras practica su profesión, vayan al zoológico más cercano y observen a un simio consagrado a la tediosa e inútil tarea de quitarse las pulgas. Ambos sufren de forma horrible y ninguno de ellos puede triunfar.
6
El progreso es la evolución gracias a la cual la raza humana se está librando del vello facial, la cola y de Dios.
11
El hereje cumple una función demostrativa cuando revela, con su blasfemia, que éste o aquel ídolo es vulnerable. Quienes más hicieron por la liberación del intelecto humano fueron aquellos cínicos que arrojaron gatos muertos en los santuarios y luego festejaron en los caminos, demostrando a todos los hombres que el escepticismo, al fin y al cabo, no entraña riesgos, que el dios montado sobre el altar es un fraude. Una carcajada vale por diez mil silogismos.
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Vive de manera que puedas sostener la mirada de cualquiera para mandarlo al diablo.
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Siendo optimistas, el hombre es un animal incompleto e imperfecto en el sentido en que, por decirlo de algún modo, la cucaracha lo es, pues cuando posee una cualidad valiosa por lo regular carece de otra. Denle cerebro y le faltará corazón, otórguenle un corazón con capacidad para bombear cuatro litros de sangre y su cabeza acaso contendrá medio litro. El 90 por ciento de las veces el artista es un mentiroso capaz de conquistar a las vírgenes. El patriota es un fanático intolerante y, la mayoría de las veces, un presumido y un cobarde. Con frecuencia el hobre con fuerza física está, desde el punto de vista intelectual, a la altura de un sacerdote. El gigante intelectual carece de valor y es incapaz de ensartar una aguja.
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Una de las hipótesis favoritas de los monjes puritanos que se especializan en pornografía, es que si se reprime el instinto sexual, éste puede “sublimarse”, como dicen ellos, asumiendo la forma de idealismo estético. Esta hipótesis aparece en todos sus libros y sobre ella se asienta la teoría de que si una inmensa legión de espías, soplones y guardianes impusiera en conjunto la castidad, la República se convertiría en una comuna de estetas morales. Claro, no son más que mentiras farisaicas. Si la hipótesis fuera cierta, todos los grandes artistas habrían salido de las filas de solteronas y solterones; pero, como todo el mundo sabe, la verdad es que los artistas notables jamás son puritanos y pocas veces son respetables, en el sentido vulgar de la palabra. Ningún hombre moral ha pintado jamás un cuadro que merezca ser contemplado, o compuesto una sinfonía que merezca ser escuchada, o escrito un libro que merezca ser leído.
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Si los autores trabajaran en fábricas como las costureras o los tabacaleros, con gente al rededor y entretenidos por una tormenta de chismes, su labor sería muchísimo más liviana. Pero es vital para su arte que practiquen sus aburridas y tediosas maniobras a capella, y por consecuencia la soledad se suma a la limitación de juicio y a otras enfermedades profesionales. Un autor en actividad se encuentra de manera continua y de manera inevitable en presencia de sí mismo. Nada puede distraerlo y calmarlo. Cada vez que un remordimiento lo ataca, el autor queda tomado por la oreja, y cada vez que una idea casual baja por su pierna, el dolor lo sacude como la mordida de un tigre. Todavía no he encontrado a un autor que no sea hipocondríaco. Con la única excepción de los médicos, que viven enfermos y temiendo a la muerte, los escritores son quizá los consumidores más frecuentes de pastillas que hay en el mundo. Podría decir que no recuerdo a ninguno, entre los que conozco en persona, que no viva atiborrándose de medicamentos.
Resulta obvio que no hay, ni siquiera entre la intelligentzia, otros hombres aquejados por tormentos similares. Si al juez de turno le zumban los oídos, puede desempeñar sus funciones tan bien como si sólo oyera la labia de los abogados. Un dolor de estómago no inutiliza al sacerdote que ejecuta su engaño: lo que dice ya ha sido dicho antes por otros y sólo los cínicos lo contradicen. Y la capacidad del cirujano que ejerce su arte no se interrumpe cuando lo asalta la extravagante idea de que la enfermera es más valiosa que su mujer. Pero desafío a quien sea a escribir un buen soneto mientras le zumban los oídos, que redacte una crítica coherente mientras le duela el estómago, o que construya una escena de amor valiosa con la cabeza llena de fantasías eróticas personales. Éstas son dificultades sin salvación. Y el pobre escritor tropieza con ellas, y otras de su especie, cada vez que entra en su estudio y se frota las manos. Apenas cierra la puerta, mantiene con su cuerpo y mente una batalla deprimente y perdida de antemano.
¿Por qué entonces, hombres y mujeres con sentido común, se consagran a este oficio tan agotador? Recordemos, en efecto, que hay autores con cierta inteligencia, así como hay políticos, e incluso obispos, relativamente honestos. ¿Qué es lo que los aleja de cambiar la escritura por labores menos dañinas y, a juicio de sus semejantes, menos respetables? Pienso que una explicación consiste en que el escritor, como cualquier otro de los “artistas”, es un sujeto en el que la vanidad normal de todos los hombres se ha hipertrofiado hasta el extremo de que ya no puede controlarla. El impulso irresistible que lo motiva es el de revolotear en torno a sus colegas, aleteando y gritando para retarlos. Debido a que las autoridades de todos los países civilizados prohíben estas demostraciones de vanidad, el escritor se desahoga transportando sus alaridos al papel. A esto se le llama “autoexpresión”.
Claro, en testimonios, los escritores siempre narran este impulso como algo más “delicado” y “noble”, argumentando que los conduce el deseo y necesidad de difundir las “ideas” y “salvar al mundo”, o manifiestan que lo que los impulsa es la “pasión por la belleza”. Basta leer un poco para comprender que en nueve de cada diez autores escritores haya tan poca belleza y tan pocos indicios de sensibilidad por la belleza, como en la decoración de un centro nocturno. En verdad, es bastante extraño encontrar en un escritor el anhelo de crear belleza, y es casi imposible encontrarlo en los más jóvenes; si en alguna medida ésta se insinúa, parece ser una idea de último momento. El deseo de ganar dinero tiene más prioridad y a éste sigue el de hacerse notar. El anhelo de alcanzar lo bello marcha en otra dirección. Los literatos —como clase— son insensibles a la belleza, y esto se refleja en su habitual desconocimiento de las otras artes. Me costaría trabajo encontrar seis novelistas o seis poetas capaces de explicar la diferencia entre una catedral gótica y una estación de servicio de la Standard Oil.
 La cosa va mucho más lejos. Según mi experiencia la mayoría de los novelistas no sabe nada de poesía y muy pocos poetas perciben los encantos de la prosa. En cuanto a los dramaturgos, la mayoría es ajena a la existencia de la narrativa y la poesía. Me apena revelar estos datos tan molestos e incómodos, pero si lo honorable fuera ocultarlos, atribúyase mi actuar a la pasión científica. Hoy, esta pasión me tiene tomado por la oreja.
marzo 08, 2011
Un hombre que duerme
Sobre este libro magnífico e inquietante de Georges Perec, supuesta cumbre de la «Literatura Bartleby», aparece en Revista de Letras una crítica de Joan Flores Constans. Aquí un fragmento:
Empezar a leer un libro de Georges Perec tiene algo de inmersión; en las gélidas aguas de fondo invisible de un lago glaciar, rodeado de amenazantes cumbres nevadas, de El secuestro (La Disparition, 1969); en las cálidas aguas de un tibio mar sin límites, cuyas olas amables mecen al lector haciéndole perder la noción del tiempo de La vida, instrucciones de uso (La Vie mode d’emploi, 1978); o, como en el caso de este Un hombre que duerme (Un homme qui dort, 1967), un dejarse absorber por el ineluctable abrazo de las arenas movedizas de fondo incierto.
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febrero 28, 2011
Museo de sombras
“Tira del cuchillo conmigo, hasta despanzurrarlo”
La hora procuraba ser el atardecer o la noche, con el primer claro de luna. El lugar un descampado solitario pero no desierto; con un bosquecillo en los alrededores, o un seto, o una granja abandonada. Cuanto fuera necesario para garantizar a los actores el sostén de una presencia, aún inanimada, con apoyo entre bastidores o en las graderías, ya como árbitro o de testigo. Porque también el vencido, en la hipótesis más atroz, para que no agonizara bocabajo, con la cara entre el polvo, podría morir sentado, apoyando la nuca en el cojinete de un árbol o de una piedra... Tantos han muerto de esta manera, al abrigo de un olivo, de un muro, exhibiendo el impúdico desgarro con sus tripas palpitantes.
Gesualdo Bufalino, Museo de sombras
enero 26, 2011
Ochenta años después
Tres fragmentos del Prólogo al Índice de la nueva poesía americana, publicado originalmente en Buenos Aires, en 1926 y reeditado en Lima, en 2007 por la librería anticuaria Sur, perteneciente a El Virrey, cuya reciente crisis seguramente ensanchará la leyenda negra de ésta y otras antologías. La nueva edición incluye un prólogo de Mirko Lauer y un colofón de Mario Montalbetti.
I Dejo aquí asesinadas las distancias. Se puede ir ahora en pocos minutos desde la esquina de Esmeralda y Corrientes, en Buenos Aires, hasta la calle de la Magnolia, en México. Pero no se crea que esto es una contribución al acercamiento de los países cuya explotación perdió España hace ya sus añitos. Tengo premura en declarar que el hispanoamericanismo me repugna. Eso es una cosa falsa, utópica y mendaz convertida, como no podía ser de otro modo, en una profesión idéntica a otra cualquiera. Se es hispanoamericanista como médico o comerciante. No conozco uno solo de tales parásitosque ejerza su oficio con desinterés, o así fuera solo con disimulo. Alberto HIDALGO II No hay ruta exclusiva, ni una poesía escéptica de ella misma. ¿Entonces? Buscaremos siempre. En estremecimientos dispersos mis versos sin guitarra y sin inquietud, la cosa así concebida lejos del poema, robar la nieve al polo y la pipa al marino. Algunos días después me di cuenta de que el polo era una perla para mi corbata. ¿Y los exploradores? Convertidos en poetas cantaban de pie sobre las olas derramadas. ¿Y los poetas? Convertidos en exploradores buscaban cristales en la garganta de los ruiseñores. Vicente HUIDOBRO III Un antiquísimo cuentero de cuyo nombre no quiero acordarme (es de Cervantes ese festejado melindre y se lo devuelvo en seguida) cuenta que en los principios de la era cristiana salió del mar una gran voz, un evangelio primitivo y final, y anunció a la gentilidad que el dios Pan había muerto. Tanto me gusta suponer que las cosas elementales participan en las del alma y son sus chasques o lenguaraces o nuncios, que hoy querría hablarles a todos con la voz salobre del mar y la incansable de los ríos y la enterrada de los pozos y la extática de los charcos, para decirles que se gastó el rubenismo ¡al fin, gracias a Dios! Jorge Luis BORGES | 1926 2007 |
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enero 10, 2011
Sobre Cuaderno del paseante
En el número de enero de la revista Este País aparece una generosa reseña de José Mariano Leyva sobre Cuaderno del paseante. Acá unos extractos:
Un salto al vacío que, para colmo, nos pide que gocemos al caer.
[...]
Guiado de la mano de William Carlos Williams, por ejemplo, Ramírez nos sugiere que los poemas sirven para medir, y que esta tarea se torna ardua cuando “el hombre moderno ha perdido la medida de sí mismo. Todos sus sistemas de creencias —morales, religiosas, etcétera— han sufrido un cambio”. De la misma manera, Ramírez rescata a Gilles Lipovetsky en una sentencia que el sociólogo francés propuso: estamos saturados de información. Lipovetsky se refiere sobre todo a información televisiva, radiofónica, la que como salivazos de poca profundidad empapan Internet. Moisés Ramírez se mueve mucho en medio de esos dos conflictos, sin duda complementarios: un exceso de información vana que provoca perder la medida de nosotros mismos. ¿Qué queda entonces? No la receta para solventar los problemas. Para ello ya estamos inundados de libros de cómo ser felices en 15 minutos. Tampoco la búsqueda del ser en religiones, escapes, incluso filosofías. La opción para Ramírez sabe mucho a pérdida. A esclarecerse individualmente a través de lo irrecuperable. No como nostalgia, como precepto. Encontrarle cariño a la incertidumbre.
[...]
Los paseos literarios se confunden con los paseos por la ciudad. Las valoraciones se toman con cautela, como si su emisor fuera también el primer detractor. El libro es un estado de ánimo. Sombrío las más de las veces. Ramírez se pregunta a cada vuelta de página por qué está haciendo lo que hace, pero nunca deja de hacerlo. Escribir. Leer. Preguntarse. Mantener el semblante lúgubre. El nihilismo es un invitado recurrente en Cuaderno del paseante. Y esos dos ingredientes —lo lúgubre, lo nihilista—, recuerdan mucho al estilo de los escritores modernistas aún decadentes del cambio del siglo XIX al XX. Descreer de todo y aceptar que se vive con un propósito tan poco seguro como la eterna búsqueda de la estética. Y luego descreer también de ella.
[...]
Los libros persiguen a Moisés Ramírez de manera obsesiva. Lo hacen sufrir. Cada opción literaria se torna en infinita posibilidad. Un laberinto que, a cada paso, construye nuevas paredes. Nuevos pasadizos. Los libros no lo dejan en paz. Le convierten la cabeza en una caja de resonancia que no para de emitir reflexiones. Algunas muy poéticas, algunas muy racionales. Son varias las páginas de su propio libro donde confiesa este mal. Un padecimiento que recuerda al Mal de Montano de Enrique Vila-Matas. Las ideas leídas se vuelven reflexión escrita. No hay escapatoria. Es la prolongación del lúcido mal. Y no me cabe la menor duda: Ramírez no se deshará de ese anatema. Seguirá leyendo, escribiendo. La literatura lo seguirá persiguiendo. Eso me da mucho gusto y me hace pensar: es la primera vez que celebro una maldición.
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enero 08, 2011
El número Shandy por excelencia
27: Quiero que te preguntes finalmente qué sucede si un escritor quiere comenzar de nuevo. Faltan ensayos, estudios acerca de esta delicada cuestión. ¿A qué clase de problemas se ha de enfrentar el escritor que desea volver a empezar? Se me ocurre uno, así al primer bote: tiene que olvidarse de lo mucho que le fascinan algunas de las cosas que ha escrito a lo largo de su carrera. Pero se trata de hacer tabla rasa y convertirse en un escritor que comienza de nuevo, no hay lugar para los sentimentalismos. ¿A qué otros problemas se tiene que enfrentar? A problemas relacionados con la técnica, sin duda. Pero también con su propio mito de escritor y con su propio lugar. Le conté en Nueva York a Sergio Chejfec que a veces me planteaba volver a empezar y soñaba que estaba en el imposible punto de partida. Me dio un consejo, me dijo que no era tan imposible situarse en ese punto, sepultar un día de golpe mi propio mito de escritor. Quizás bastaba con escribir como si fuera otro, hacerlo con un pseudónimo. Nada tranquiliza tanto como una máscara. En mi caso, sería una máscara sobre la máscara que ya llevo puesta. ¿Es una utopía imposible el cambio de identidad como escritor? Es probable que sea una utopía, pero sólo ya plantearse ese cambio puede hacer que se muevan muchas cosas, puede llegar a ser productivo, porque de hecho es una sensación que te puede permitir distanciarte un poco de los mismos mecanismos que has desarrollado y que muchas veces automatizan cómo concebir los libros. La construcción en este blog en web de la página de HALP ha sido una experiencia que me ha abierto a espacios nuevos en mi mente. He aprendido a escribir de un modo distinto un libro que ya había escrito. Lo considero un paso más para mi proyecto de un día comenzar de nuevo. Ahora es tiempo de silencio. Y tiempo de buscar la nueva máscara. Esta página, por su parte, se queda ya, al llegar al número 27, eternamente en construcción. Sabía que no lograría acabarla, pero lo más curioso es que tengo la sensación de no haberla ni siquiera empezado. Como se decía en el Tristram Shandy, hemos ido a la mayor velocidad posible, y sin embargo no hemos nacido aún. La página queda suspendida aquí para siempre en el número 27. He aprendido a modificar algunos usos técnicos y he ampliado horizontes. Ahora debo perderme por esa calle en la que me transformaré en otro. Voy a seguir el consejo que ayer me dieron por teléfono:
—Si vas a vender tu alma al diablo, ve por esa calle y pregunta en el segundo piso de la casa donde los perros. Allí te permitirán sacar chispas cuando frotes dos piedras, y verás que hay otra luna que brilla desde otra parte.
—Si vas a vender tu alma al diablo, ve por esa calle y pregunta en el segundo piso de la casa donde los perros. Allí te permitirán sacar chispas cuando frotes dos piedras, y verás que hay otra luna que brilla desde otra parte.
Enrique Vila-Matas,
blog de Historia abreviada de la literatura portátil.
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enero 05, 2011
Perec: Disparition/Secuestro
Sur l'ambition qui, tout au long du fatigant roman qu'on a, souhaitons-nous, lu sans trop d'omissions, sur l'ambition, donc, qui guida la main du scrivain L'ambition du «Scriptor», son propos, disons son souci, son souci constant, fut d'abord d'aboutir à un produit aussi original qu'instructif, à un produit qui aurait, qui pourrait avoir un pouvoir stimulant sur la construction, la narration, l'affabulation, l'action, disons, d'un mot, sur la façon du roman d'aujourd'hui. Alors qu'il avait surtout, jusqu'alors, discouru sur sa situation, son moi, son autour social, son adaptation ou son inadaptation, son goût pour la consommation allant, avait-on dit, jusqu'à la chosification, il voulut, s'inspirant d'un support doctrinal au goût du jour qui affirmait l'absolu primat du signifiant, approfondir l'outil qu'il avait à sa disposition, outil qu'il utilisait jusqu'alors sans trop souffrir, non pas tant qu'il voulût amoindrir la contradiction frappant la scription, ni qu'il ignorât tout à fait, mais plutôt qu'il croyait pouvoir s'accomplir au mitan d'un acquis normatif admis par la plupart, acquis qui, pour lui, constituait alors, non un poids mort, non un carcac inhibant, mais, grosso modo, un support stimulant. D'où vint l'obligation d'approfondir? Plus d'un fait, à coup sûr, la motiva, mais signalons surtout qu'il s'agit d'un hasard, car, au fait, tout partit, tout sortit d'un pari, d'un a priori dont on doutait fort qu'il pût un jour s'ouvrir sur un travail positif. Puis son propos lui parut amusant, sans plus; il continua. Il y trouva alors tant d'abords fascinants qu'il s'y absorba jusqu'au fond, abandonnant tout à fait moult travaux parfois pas loin d'aboutir. Ainsi naquit, mot à mot, noir sur blanc, surgissant d'un canon d'autant plus ardu qu'il apparaît d'abord insignifiant pour qui lit sans savoir la solution, un roman qui, pour boscornu qu'il fût, illico lui parut plutôt satisfaisant: D'abord, lui qui n'avait pas pour un carat d'inspiration (il n'y croyait pas, par sur croît, à l'inspiration!) il s'y montrait au moins aussi imaginatif qu'un Ponson ou qu'un Paulhan; puis, surtout, il y assouvissait, jusqu'à plus soif, un instinct aussi constant qu'infantin (ou qu'infantil): son goût, son amour, sa passion pour l'accumulation, pour la saturation, pour l'imitation, pour la citation, pour la traduction, pour l'automatisation. Puis, plus tard, s'assurant dans son propos, il donna à sa narration un tour symbolisant qui, suivant d'abord pas à pas la filiation du roman puis pour finir la constituant, divulguait, sans jamais la trahir tout à fait, la Loi qui l'inspirait, Loi dont il tirait, par fois non sans friction, parfois non sans mauvais goût, mais parfois aussi non sans humour, non sans brio, un filon fort productif, stimulant au plus haut point l'innovation. Il comprit alors qu'à l'instar d'un Frank Lloyd Wright construisant sa maison, il façonnait, mutatis mutandis, un produit prototypal qui, s'affranchissant du parangon trop admis qui commandait l'articulation, l'organisation, l'imagination du roman français d'aujourd'hui, abandonnant à tout jamais la psychologisation qui s'alliant à la moralisation constituait pour la plupart l'arc-boutant du bon goût national, ouvrait sur un pouvoir dont on avait fait fi, mais qui, pour lui, mimait, simulait, honorait la tradition qu'avait fait un Gargantua, un Tristram Shandy, un Mathias Sandorf, un Locus Solus, ou –pourquoi pas?– un Bifur ou un Fourbis, bouquins pour qui il avait toujours rugi son admiration, sans pouvoir nourrir l'illusion d'aboutir un jour à un produit s'y approchant par la jubilation, par l'humour biscornu, par l'incisif plaisir du bon mot, par l'attrait du narquois, du paradoxal, du stravagant, par l'affabulation allant toujours trop loin. Ainsi, son travail, pour confus qu'il soit dans son abord initial, lui parut-il pourvoir à moult obligations: d'abord, il produisait un «vrai» roman, mais aussi il s'amusait (Ramun Quayno, dont il s'affirmait l'obscur famulus, n'avait-il pas dit jadis: «L'on n'inscrit pas pour assombrir la population»?), mais, surtout, ravivant, l'insinuant rapport fondant la signification, il participait, il collaborait, à la formation d'un puissant courant abrasif qui, critiquant ab ovo l'improductif substratum bon pour Troyat, un Mauriac, un Blondin ou un Cau, disons pour un godillot du Quai Conti, du Figaro ou du Pavillon Massa, pourrait, dans un prochain futur, rouvrir au roman l'inspirant savoir, l'innovant pouvoir d'un attirail narratif qu'on croyait aboli! La Disparition, Gallimard, 2008. | Del deseo que, siguiendo el decurso de este difícil cuento, que quisiésemos que usted se hubiese leído sin omitir ningún folio, del deseo, pues, que guió el boli del escritor El deseo del «Escribidor», su propósito, digo inquietud, digo el insosiego con el que vivió fue priero el conseguir un producto único e instructivo, un producto que tuviese, que pudiese tener un poder de estímulo en los constructos, en los hilos, en el discurrir, en el modo de sucederse los hechos, por decirlo sin rodeos en los modos y modelos de los novelones de hoy. Si bien siempre disertó sobre su posición, su ego, su entorno, su decisión o su indecisión, su gusto por el consumo que, según se dijo, lo convirtió en objetófilo, quiso, movido por principios eruditos del gusto del momento, defensores febriles del indiscutible poder del sgte, sumergirse en un instrumento corriente, instrumento cuyo uso en ningún momento le hizo sufrir, y no es que quisiese empequeñecer el intríngulis escriptórico, ni que se desentendiese de él por completo, sino que creyó que pudiese existir por medio de un conocimiento preceptivo reconocido por todos, conocimiento que, según él, constituyó entonces no un peso muerto, ni un constreñimiento inhibidor, sino, grosso modo, principio impulsor. ¿De dónde vino el empeño en incidir en lo mismo? Muchos hechos, seguro, lo produjeron, pero mencionemos sobre todo que tiene su origen en el destino pues, de hecho, todo surgió, todo surtió de un reto, de un principio no muy seguro de que se obtuviese un producto positivo. Luego consideró su propósito divertido y sólo eso, divertido; pero continuó. Encontró entonces numerosos senderos sugestivos y se metió de lleno en ellos, con descuido de muchos otros estudios punto menos que concluidos. De este modo se reveló, término por término, negro sobre níveo (surgiendo de un precepto que supone un enorme escollo, porque el que lee sin conocer su solución cree que es pueril) un escrito novelesco que, por excéntrico que fuese, en ese momento creyó suficientemente bueno. En principio, él que siempre pensó no tener ni un dedo de genio (¡ni mucho menos creyó en ningún momento en el genio!) logró el mismo nivel de inventio que un Ponson o que el que publicó Noeud de Vipère o que un Tournier. Pero sobre todo su proyecto llenó por completo el gusto que sintió desde niño: su deseo sin freno, colmó su querer loco por lo repetitivo, por los espejismos, por los textos de otros, por los intérpretes, por reescribir, por el constreñimiento. Después, seguro de su objetivo, su cuento fue cogiendo un tono simbólico que, siguiendo primero punto por punto los novelones corrientes, constituyó y divulgó, pero sin descubrir todo, su Ley motriz. Y exprimiendo su Ley con fruición explotó un filón muy productivo que estimuló mucho su espíritu inventivo, por momentos con muy buen gusto, por veces con humor e incluso con brío. Comprendió entonces que, como un F. Lloyd Wright construyendo su cubículo, erigió, del mismo modo, un producto prototípico, libre de los modelos comunes de invención, de sucesión de los hechos, de orden interno, por los que se rigen los escritores. Lutecinos hoy por hoy. Evitó, conscientemente por siempre, el recurso cómodo de lo psicológico unido con lo ético que constituye el súmmum del buen gusto de este terruño. Su producto le hizo entrever un poder desconocido, un poder que se ingnoró, pero que según él sirve de estímulo y se inscribe con honor en el surco que descubrieron libros como El Quijote o Locus Solus, como los de Sterne, los de Julio Verne, los de Leiris, o –por qué no un Opus Nigrum o Opus Niveum– libros por los que siempre expresó, con gritos incluso, su fervor, sin poder cumplir sus deseos de conseguir un escrito que los repitiese, en su diversión, en su humor ilógico, en su disfrute del término preciso, en el poder sugestivo de un cierto tono irónico, de lo retorcido, de lo invertido, del ingenio siempre inquieto poniéndose siempre límites superiores. Dicho esto, su work, por muy confuso que resulte en los primeros folios, cumple con muy diversos deberes: primero constituye un novelón «corriente y moliente», pero, lo que es mejor, divierte (¿no dejó dicho Reimond Quenó, del que se pretende oscuro mimo: «No se escribe con intención de entristecer el pueblo»?), pero sobre todo, como revigorizó el sutil nexo que fundó el sentido lingüístico, intervino, contribuyó en el surgir de un potente y corrosivo espíritu crítico que cuestionó, de hecho, el improductivo poso del que se sirven gentes como Julien Green, Blondin, o lo que es lo mismo, los grupis del Muelle Conti, de Minute, o de Point de Vue. El «Scriptor» cree que este espíritu crítico puede, en un futuro próximo, reconducir los cuentos modernos por los senderos de un conocimiento ingenioso y novedoso que genere tipos de sucesión de hechos que se creyeron perdidos. El secuestro, Anagrama, 2010. |
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enero 01, 2011
Variedades del pesimismo
Las variedades del pesismismo. El pesimista dogmático. Generalmente, el pequeñoburgués extraviado. El pesimista dogmático suele desembocar normalmente en la reforma dogmática del mundo. El pesimismo dogmático como arte: siempre es moralismo. Su tema más frecuente es la falta de alegría (la descripión desagradable, sin redención alguna, de alguna injusticia social indignante o de una larga agonía, como ocurre en Simone de Beauvoir: Una muerte muy dulce). El artista moralizante siempre se aferra, en definitiva, al caso individual y se queda en la indignación infructuosa.
Pesimismo romántico. Rechaza el mundo, pero de paso nos susurra los secretos al oído. Como el estafador ocasional, hace aflorar nuestra simpatía oculta de manera mezquina. Por su tendencia latente, este pesimismo es queja, súplica y rendición. En sus peores manifestaciones, un llamamiento encubierto al «sentido común». Este llamamiento al mundo triunfante siempre encuentra un oído atento. Resultado: abrazo sentimental, el verdugo perdona a la víctima. Hay que ir, pues, con mucho ojo, empeñarse en las formas cerradas, guardar el contenido detrás de un cristal, por así decirlo, para que sea bien visible pero intocable.
Mi último argumento contra el moralista: que siempre se queda dentro del círculo. Le hacen asumir su papel, y cree que es él quien lo desempeña. El moralista no puede ser artista porque no crea el mundo sino que lo juzga, realizando, por tanto, un trabajo totalmente superfluo. Todo con el único fin de justificarse. Y para resarcirse e incluso quizá para vengarse, siempre presenta a su víctima como sufridor moral, esto es, al ser humano, al cual, de hecho, le da bastante risa. Porque la moral es desde luego un elemento imprescindible en la realidad, pero es al mismo tiempo el elemento más maleable del comportamiento humano; nunca he conocido a un hombre moral que no estuviera íntimamente convencido de su verdad moral y hasta de su superioridad. Lo interesante no es la moral, sino cómo se juega con ella en el espejo de la conciencia y de la voluntad de vida, sobre todo en las situaciones propias de una dictadura totalitaria.
Pesimismo romántico. Rechaza el mundo, pero de paso nos susurra los secretos al oído. Como el estafador ocasional, hace aflorar nuestra simpatía oculta de manera mezquina. Por su tendencia latente, este pesimismo es queja, súplica y rendición. En sus peores manifestaciones, un llamamiento encubierto al «sentido común». Este llamamiento al mundo triunfante siempre encuentra un oído atento. Resultado: abrazo sentimental, el verdugo perdona a la víctima. Hay que ir, pues, con mucho ojo, empeñarse en las formas cerradas, guardar el contenido detrás de un cristal, por así decirlo, para que sea bien visible pero intocable.
Mi último argumento contra el moralista: que siempre se queda dentro del círculo. Le hacen asumir su papel, y cree que es él quien lo desempeña. El moralista no puede ser artista porque no crea el mundo sino que lo juzga, realizando, por tanto, un trabajo totalmente superfluo. Todo con el único fin de justificarse. Y para resarcirse e incluso quizá para vengarse, siempre presenta a su víctima como sufridor moral, esto es, al ser humano, al cual, de hecho, le da bastante risa. Porque la moral es desde luego un elemento imprescindible en la realidad, pero es al mismo tiempo el elemento más maleable del comportamiento humano; nunca he conocido a un hombre moral que no estuviera íntimamente convencido de su verdad moral y hasta de su superioridad. Lo interesante no es la moral, sino cómo se juega con ella en el espejo de la conciencia y de la voluntad de vida, sobre todo en las situaciones propias de una dictadura totalitaria.
Imre Kertész, Diario de la galera.
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